sábado, 13 de agosto de 2011

Una familia feliz


Papá: Hombre desempleado, de unos 45 ó 55; nadie notaría la diferencia, es igual. Su nombre tampoco importa; nadie lo llama por su nombre. En su casa todos le dicen –Papá-, en su anterior empleo le decían –Pérez-, por ser su apellido. Un Pérez más en el mundo, no sabe de dónde proviene su apellido, pero así se lo hicieron saber en su acta de nacimiento. Papá, no tiene trabajo desde hace 2 meses. Es contador y le dedicó 20 años a la misma empresa, era joven y con anhelos. En ese momento lo contrataron de inmediato, le enseñaron todo lo que sabe; todo lo que sabe es gracias a esa empresa y no hay más.
Mamá: Mujer “ama de casa”; un eufemismo más. Sólo está en casa orquestando todo el circo. Es la que organiza a los subordinados. Cuando era más joven tenía muchos sueños; quería ser enfermera y poder ayudar a la gente enferma, tal vez hacer que su dolor disminuyera con un trato amable. No ha sido posible, conoció a Papá en el autobús de regreso a casa el día en que había solicitado su ingreso al entrenamiento de enfermera. Él le cedió su lugar, ella pensó –Qué amable-, él provenía de su trabajo como todas las tardes, ella nunca había probado el amor. Al final de esa semana salían de la mano de un hotel en Tacuba. Su nombre; tampoco importa.
Hijo: Fruto del encuentro de esa semana. Él se llama –Jesús-; Jesús Pérez. Su nombre proviene del shock de la madre de mamá. Al saber que su hija estaba embarazada y después de maldecir a todos los santos, lo único que logró razonar dentro de su ciega devoción al supremo; había sido que la Virgen María fue preservada inmune a cualquier contacto carnal y el hijo de dios ha sido llamado –Jesús-. Al nombrarlo así, quería indirectamente conservar la pureza de su ahora manchada hija. Jesús estudiaba, era fruto de la desdicha de mamá y de la indiferencia de papá.
La familia Pérez habitaba en una pequeña vecindad de la ciudad. Eran los clase media baja que suponían convencerse de que la vida era así y tenía que ser así; no quedaba de otra. Papá salía todos los días a las 8:00 a.m., tenía un pequeño auto que más que auto parecía una lata con ruedas. Mamá se despertaba a las 7:00 a.m., preparaba todo, orquestaba, organizaba y siempre cumplía su objetivo. Jesús, salía de casa a las 9:00 a.m., sólo decía –Hasta luego-, mientras mamá pensaba qué hubiera sido de su vida si le hubiera dado una oportunidad al hombre que la cortejaba semanas atrás, antes de entregarse a papá en ese hotelucho por donde pasaban putas, pervertidos, sádicos, misóginos y toda clase de personajes reduciendo sus vicios para luego volver a cargarlos en la vida cotidiana y así hasta la muerte. Ese hotelucho; ella lo había visto como el palacio real en aquel día.
Papá era un hombre honesto, no robaba, no cometía tantas infracciones, no deseaba a tantas mujeres en la calle, tampoco tenía tantas amantes. Sólo en dos ocasiones había sido “Infiel”, la primera con una mujer del camión, lo que es la vida; esa semana su lata se había roto. La segunda ocasión con una compañera de la empresa, también casada pero infeliz. Todos como pelotas rebotando en sus infelicidades con otras infelicidades y al final todos infelices pero vaciando esa bomba interna por algún tiempo, aliviando al fantasma a la planta carnívora que consume tus entrañas.
Una vez que su gerente decidió hacer recorte de personal, -La situación era difícil-. Los gerentes seguían manejando autos lujosos y repartiendo el pastel, el poco pastel entre ellos. Pero papá no era gerente, ni jefe, ni intendente, ni nada; una patada en el culo y adiós. Papá no tenía empleo, pero seguía saliendo todas las mañanas en su lata para aparentar hacer y ser algo. Estar en casa, imposible. Era el infierno, la calle sólo era el tiempo que hacía la espera para llegar al mismo de nuevo.
Mamá era una mujer infeliz, maldecía, le gustaba estar en pijama todo el día, orquestaba todo para que papá y Jesús lograran todo en la casa; no es que fuera mucho, sólo hacer un par de tareas de un hogar pequeño. Pensaba qué hubiera sido, hubiera, hubiera y sí, hubiera; no había más. El consuelo era la televisión, la proyección de ella misma en el personaje que sufría. De vez en cuando iba a ver su madre, la vieja típica de los –Te lo dije-; no hay más. Siempre que la iba a ver se arreglaba lo mejor que podía para disimular un poco su sombra, esa que cargaba todo el día. No hablaban de Jesús, mucho menos de papá; sólo eran unos –Te lo dije-, -No me hiciste caso-; basura.
Jesús; no hay mucho que escribir sobre él. Era un fruto podrido de un árbol podrido, era la tristeza de los sueños rotos, era uno más de los tantos que rondan sin un soporte atrás. Suponía que la historia de Jesús se escribiría del punto cero en adelante, pero todos los días sería un punto cero.
La familia se reunía durante la cena, no hablaban mucho. Un par de palabras al aire, respuestas rocosas; la televisión era la reina y el silencio era el balbuceo. Era ese el momento en el que, juntos y sin pensamientos eran felices. Era un momento de miel.

Jorge Mejía

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